'Aterrorismar'
EMILIO LLEDÓ
EL PAÍS - Opinión - 06-09-2005
Quienes pasan, en estos últimos tiempos, por aeropuertos de distintos países, sobre todo de EE UU, acaban por insensibilizarse y aceptar, como algo natural ya, los duros y desagradables controles a los que se ven obligados. Si tiene usted la piel pigmentada, con cierta tendencia a los tonos oscuros, es posible que los encargados de nuestra seguridad no se contenten, obedeciendo órdenes y consignas, con hacerle quitar el cinturón y los zapatos y tomarle las huellas digitales o faciales, sino que le hagan desnudarse casi por completo. Este hecho, que es sólo ejemplo, si se quiere inofensivo, por muy humillante y absurdo que parezca, es uno más entre centenares de agresiones a que pueden condenarnos los gobiernos que se alimentan de la funesta "cólera de los imbéciles" y que pretenden contagiárnosla.
Es cierto que con esas medidas, más o menos justificadas, se nos hace creer que nuestro vuelo, o nuestro acceso a un determinado edificio, es más seguro; y con la esperanza de esa seguridad aceptamos tales controles y acabamos incorporándolos como hábitos necesarios de nuestro comportamiento social, como accidentes inevitables de nuestra existencia. Es cierto que en un mundo aterrorismado hemos llegado a asumir que no hay otro remedio que resignarse a la presunción de culpabilidad de todo ser humano y a que, por unos momentos, tengamos que soportar la inclusión en una etérea lista de malhechores. Una culpabilidad universalizada que, irradiada a todo viajero o visitante, nos tranquiliza y nos asegura, pero que nos va inyectando en los recodos de nuestro ser esa nueva forma de miedo que me atrevo a bautizar con el nombre de aterrorismar. Es cierto, también, tal como nos demuestra, trágicamente, la experiencia que, por muchos controles que hagamos, no podemos evitar el acto terrorista que haya sido realmente maquinado. Y es cierto, entre otras muchas certezas, que, al parecer, las empresas de seguridad son, como es lógico, un excelente negocio.
Bien es verdad que un porcentaje importante de los políticos que reinan en nuestras ilustradas democracias suelen ser personajes, digamos, de medio pelo, cuando no fanáticos atontolinados, individuos de oscuras biografías, perturbados por ideólogos de distintas sectas que les agruman el cerebro y les hacen hablar por boca de ganso. Los gansos no son sino los otros, los que realmente tienen en sus manos los negocios, las empresas, las inmobiliarias, las compañías petrolíferas, las fábricas de armas. Son gansos, efectivamente, por su inhumano y desesperanzado cerebro; pero astutos, implacables, ignorantes, crueles. Ellos mandan tirando de los hilos de sus intereses, de los que, en bastantes casos, hacen partícipes a sus mentecatas marionetas.
Porque nada hay tan peligroso como un mentecato armado, un idiotizado activo, movido por unas cuantas frases hechas: "eje del mal", "destrucción masiva", "implantar democracia", "defender la identidad", "efectos colaterales", "ayuda humanitaria" y, la más reciente, "combatir el terrorismo". En muchos casos, el terrorismo, como eslogan publicitario, con todas las tristes y lamentables excepciones, es un invento y un fomento de estos señores, que lo cuidan y desarrollan con extremado esmero. La creación del terrorismo, como peligro universal, es una de las fuentes más lucrativas para mantener encendido el fuego de la guerra. Una guerra que no cesará "mientras", como decía el poeta, "haya alguien que saque tajada de ella".
Ese fomento del terrorismo permite a esos poderes, tan sanguinarios como los mismos terroristas que ellos azuzan con sus bestiales y despiadadas guerras, machacar con bombas de racimo u otros monstruosos artilugios a un país como Irak y causar miles de muertos y heridos civiles inocentes -todos los muertos de todas las guerras son inocentes-, arrasar poblaciones enteras, mutilar niños. Basta con visitar los hospitales de Bagdad de la mano de algún médico sin frontera, pero con piedad, para comprender la otra forma de terrorismo, que sirve, paradójicamente, para alimentar el terrorismo de los desesperados, de los obnubilados, de los fanáticos. Por supuesto, no más obnubilados y fanáticos que los pontífices del "eje del Bien". Nadie con un poco de capacidad para entender habrá creído nunca la bazofia ideológica que chorrea entre las neuronas y los comportamientos de semejantes individuos. A no ser, claro, que hayamos perdido los papeles, los papeles del sentido común, de la justicia, de la bondad. Por cierto, y a propósito de bondad, el filósofo había escrito: "Aquello que distingue al hombre justo y bueno es ver la verdad en todas las cosas, siendo, por así decirlo, el canon y la medida de todas ellas". Pero es muy posible que entre esos papeles perdidos se halle, además, el papel de la verdad. Porque siempre se nos había informado de que un hermoso lema de honradez en la cultura de los Estados Unidos era el no permitir la mentira, y menos en un político. Parece, sin embargo, que esta consigna ética es otra frase hecha que, por lo que estamos viendo, no sirve absolutamente para nada. Sabemos que no había armas de destrucción masiva y, con una elemental lógica, deducimos que una buena parte de las noticias con que nos han bombardeado eran totalmente falsas o fruto de manipulaciones desvergonzadas. Pero ningún político predicador de esas falsedades ha dimitido, ni ninguna presión de la opinión pública les ha obligado a hacerlo.
Tal vez esta insensibilidad social, esta ceguera ante los derechos humanos, que permite mantener cárceles secretas, aislar y maltratar en múltiples Guantánamos a muchos inocentes, entregar hipócritamente a supuestos sospechosos para que otros gobiernos los torturen, es fruto de esa peculiar forma de asustar y atemorizar como es, hoy en día, aterrorismar. Una palabra que expresa todas las modificaciones que, en nuestro mundo, es capaz de experimentar el inevitable miedo al que siempre estuvo sometida la humanidad. La peste, la sequía, el hambre, las guerras y otras plagas semejantes han poblado la historia humana de infelicidad y angustia, y siempre hubo quien sacó provecho de ella sometiendo a la gente con las armas o, cuando ya no era posible, con el dominio sobre sus cerebros, sobre sus consciencias. Siempre hubo administradores ideológicos del miedo que podía, en muchos momentos, hacer de nosotros individuos irracionales, despiadados y agresivos. En nuestro tiempo, ya no tenemos que atemorizarnos sólo por las catástrofes naturales que nos sobrevengan, sino sobre todo por las que provocan aquellos que desde distintos torreones del poder pretenden atontarnos, aterrorismarnos y dominarnos, con los productos de sus desvencijados cerebros.La utilización del terrorismo como excusa es una forma de meternos miedo en el cuerpo. Con ello se justifica no sólo la violencia personal que podamos ejercer contra los indefensos, o contra otros tan aterrorismados como nosotros, sino para justificar la de aquellos que se permiten asustarnos continuamente, acosarnos con el terror de sus noticias o de sus actos y seguir cultivando el miedo, motor siempre de la violencia y la agresividad. Ya no estamos únicamente atemorizados, sino aterrorismados. Basta que alguien grite la palabra 'terrorista' entre una multitud para que, como acabamos de tener noticia, ocurra la tragedia del puente sobre el río Tigris. Porque la inseguridad, la infelicidad, el terror que filtran en el cerebro de sus súbditos, obedecen ya a un mundo de mensajes, de comunicaciones, de manipulaciones que fluyen por los medios de información, que sirven para globalizar las noticias y, de paso, globalizar el terror, incorporar el terror en nuestra mente, poco a poco, para permitir la existencia y el imperio de los imbéciles y de su cólera. Cuando en algún aeropuerto del globo le hagan a usted quitarse el cinturón, ese pequeño y estúpido gesto del que, por supuesto, no es responsable el funcionario que se lo indica, sepa que es una casi insignificante forma de irle, poco a poco, inoculándole terror, desconfianza, inseguridad, infelicidad, ignorancia, agresividad. Le están aterrorismando.
Artículo extraído del periódico El País en su edición del 6 de septiembre de 2005